miércoles, 12 de octubre de 2011

Campanilla subió a la torre del agua

   Campanilla, sin sus malla azules de Peter Pan, usadas la tarde anteriór, cogíó su bolsa de tela y salió a las seis y cuarto de su casa.
    Emprendió el camino a buen ritmo. Quedaban quince minutos. Decidió atajar para ahorrarse tiempo, pero la idea le salió rana, como el príncipe del cuento. Y acabó corriendo entre maleza seca que le llegaba a las rodillas, arbustos pinchantes, rodeada de multitud de pequeños animalillos que se movían en todas direcciones, sin poder verlos. Cuando por fín encontro un estrecho caminito, este se convirtió en barranco. ¡Y por allí que bajo Campanilla! ¡Comiéndose los segundos mientras saltaba campo a través!
   Una vez alcanzada la civilización, dentro del Parque Central, al dirigir la mirada hacia la meta, le pareció vislumbrar, allá en lo alto, personitas. ¡Qué sudores! ¡Es que ni en día de fiesta deja Campanilla de sudar! ¡Se prometía ella una jornada de relajación y meditación, y la vida le preparó un formidable triatlón!
   Pero ella, decidida y positiva, (claro, que mucho ha de tener que ver, los tres vermús del aperitivo con los amigos) puso rumbo acalorado a la cima (y eso que ahora no podía atravesar los matojos ).
   Estaba exhausta. el corazón alocado y la respiración agitada.
   Pero el destino le tenía guardada una grata sorpresa.
   Una base circular, y en su centro la torre de hormigón. Unos arcos adornaban el perímetro.
   Mas adelante, una maravillosa esplanada de cesped ... y un gran regalo... ¡impresionantes vistas a nuestros pies!
   Allí se unió a las mujeres que ya esperaban. La posición de las esterilla era este-oeste. Comenzaron los ejercicios, sintiendo como la brisa acariciaba la piel, observando los sonidos que nos envolvían desde lejos.
   Avanzaba la clase. Cambiaba la luz y la temperatura. Era cálida. Fué un día cálido.
   De pronto, se asomó la luna llena, desde el horizonte gris azulado. Se elevaba suave.
   Al otro lado, por el oeste, se ponía el sol. Sus rayos rojos y anaranjados todavía coloreaban la tarde. Pero se escondían veloces, parecían escapar de la brillante luz de la luna, todavía amarillenta como un farol.
   Y se ocultó el astro, se oscureció el cielo.
   Y la luna ya completamente blanca y brillante, ocupaba su lugar allá lejos.
   La clase llegó a su fin. Era el momento de irse. Pero a nadie le apetecia. Habíamos presenciado algo tan común y tan bello a la vez, que lo queríamos hacer eterno.
   De regreso a casa, ya por las aceras, cargada de energía, Campanilla parecía flotar.
   Magnífica experiencia.
   Mágicos momentos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario