domingo, 8 de septiembre de 2013

Mermelada de moras

   Cinco críos trotan, saltan y ríen bajo la sombra que dibujan las altas copas de pinos antiquísimos, alcornoques y encinas.
   Son primos y van a lo suyo. Les importa poco lo que sucede en ese mundo raro de los mayores.
   Están en esa edad maravillosa en la que han acumulado la suficiente cantidad de historias fantásticas como para imaginar sus propios sueños. Una edad que les permite entrar en un campo como quien entra en un cuento, y pasar por esos caminos como si visitaran mágicos bosques encantados en los que todo es posible.
   Una edad en la que hacen oidos sordos a lo que los adultos con machacona insistencia intentamos que presten atención o aprendan, les motive o les cultive. Y con sabia razón, porque una y otra vez son ellos los que nos enseñan, los que nos demuestran con su actitud lo verdaderamente esencial de la vida, Y es que, no es la acumulación de conocimientos y experiencias lo que nos hace más listos ni más felices. (¿Cuál es su reacción cuando les empezamos a dar la tabarra contándoles todo lo que a "nosotros" nos parece interesante, o les insistimos en que prueben con una actividad que a "nosotros" nos encanta?: ¡Pues hacen oidos sordos, vuelven a sus cosas, o nos tachan de pesados!)
   Soy la primera que me paso la vida diciéndoles a mis hijos que miren lo que les rodea, que huelan, que toquen esto y aquello, que no se pierdan tal cosa o la otra. Y ellos, si acaso me miran, lo hacen o bien con desdeñosa indiferencia, o con ojos atónitos llenitos de incomprensión e impaciencia, en respuesta muda a "nuestro" egocéntrico soliloquio.
   Es, cuando yo me para a mirarles a ellos, que caigo en la cuenta de que ya lo están haciendo, y mucho mejor, porque lo hacen sin pensar, sin ser conscientes de ello, sin planteamientos previos. Se dejan llevar y no quieren interrupciones que les saquen de esa burbuja infantil, mezcla digital y natural, mezcla de ilusión y realidad.
   Recuerdas entonces tu propia infancia y recuperas parte de esa lejana e inocente mirada de niño y corres a meterte entre las zarzas a coger moras como ellos. Sin pensar en las espinas que pintan diminutos puntos rojos que derraman famélicos y temblorosos cursos de sangre en las piel desnuda de brazos y piernas. Siguiendo la orilla del riachuelo saltas como ellos y te estiras para poder alcanzar los racimos más bonitos y llenar con las moras más dulces las botellas de agua vacias.
    Tras la aventura campestre y con medio kilo de moras, llegamos a casa dispuestos a hacer mermelada, ya que nuestros estómagos estaban atiborrados y corrían riesgo de empacho por frutos silvestres.
   Un postre exquisito como colofón a un día perfecto.
   Hoy desayuno tostadas con mantequilla y mermelada de moras.

   El pan con tomate y aceite me lo comeré otro día, seguro.

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